La Falda celebra la fiesta Nacional del alfajor 2025 con historia, música y dulzura cordobesa. Un evento que mezcla sabor e identidad.
El amanecer con aroma de tradición
El aire de las sierras amaneció distinto. Desde temprano, una fragancia espesa —mezcla de vainilla, dulce de leche y masa recién horneada— se deslizó por las calles de La Falda como un llamado ancestral. A lo lejos, las carpas blancas ya brillaban bajo el sol de octubre: era el inicio de la Fiesta Nacional del Alfajor 2025, uno de los eventos más esperados por los cordobeses y turistas que llegan desde todos los puntos del país.
Familias, visitantes y curiosos se mezclaban en un mismo pulso de ansiedad golosa. Las sierras, verdes y calmas, parecían rendirse ante la marea de gente que avanzaba con bolsas vacías y ojos brillantes. El murmullo de los vendedores se confundía con risas, música folklórica y el constante clic de los celulares. En cada esquina, alguien ofrecía una degustación:
“¡Probá el cordobés, con nuez y miel!”, gritaba una mujer con delantal marrón, mientras su hijo —de no más de diez años— acomodaba alfajores en pirámides perfectas.
Cerca del mediodía, el calor empujó a la multitud hacia las sombras de los puestos. En el escenario central, una banda local tocaba zambas y chacareras. Algunos bailaban, otros filmaban, y muchos simplemente cerraban los ojos, saboreando el instante. Detrás de cada mostrador, los productores artesanales hablaban con orgullo de sus recetas, de los años de tradición, de cómo el alfajor dejó de ser un simple dulce para convertirse en símbolo de identidad cordobesa.
En el aire había algo más que azúcar: había historia y pertenencia. Cada alfajor —negro, blanco, relleno, con nuez o con dulce de higo— contaba una historia familiar, un pedazo de país envuelto en celofán brillante.
“El secreto está en el amor, m’hija”, me dijo una señora de Villa Dolores, mientras me ofrecía probar uno de maicena con dulce casero. Lo mordí. Era suave, tierno, y se deshacía con una dulzura que no era solo del azúcar, sino del trabajo de sus manos.
Cuando cayó la tarde, el cielo se encendió de naranja y el aroma seguía flotando, persistente, como una niebla amable. Los últimos visitantes guardaban sus compras y los músicos afinaban para el cierre. En el escenario, un locutor anunció a los ganadores del concurso al “Mejor Alfajor del Año”. Aplausos, fotos, abrazos. Una niña corrió al frente y levantó un paquete como si fuera un trofeo: “¡Este es de mi abuela!”, gritó con orgullo.

El eco de las risas se perdió entre los cerros. La Falda quedaba otra vez quieta, pero con el alma encendida. Esa noche, la ciudad olía a dulce de leche. Y en cada corazón, como en cada alfajor, quedaba el sabor inconfundible de lo nuestro: lo hecho con amor, con historia y con azúcar.