Viernes a las 19 horas. La plaza de la Intendencia de la capital cordobesa está más colmada de lo habitual. Las carpas de la 39° Feria del libro se abarrotan del lado de la calle Caseros, con un cronograma ajustado de actividades y presentaciones culturales que se relevan hora tras hora sin descansos.
En la carpa magenta, tanto señoras mayores como treintañeros esperan aferrados a sus copias en las primeras filas de sillas plásticas. Algunos visitantes comienzan a asomarse en las aberturas a espiar curiosos por aquel relato personal que Dante Leguizamón, el moderador, recita con puro histrionismo: confiesa que el libro que presenta lo tuvo en vela toda la noche anterior.
Crac es una historia de una relación marchita. De un amor desgastado a la distancia y de una conexión padre-hija atravesada por el trauma. Valga la redundancia, de un vínculo quebrado. Josefina Licitra (La Plata, 1975) deja el alma al descubierto en una autobiografía que la deja chiquita, aniñada, vulnerable ante el lector actual. Al recuperar en un artículo de una revista la problemática historia con su padre, ex-militante exiliado durante la dictadura militar, la autora termina de destruir el precario lazo epistolar que la unía a su progenitor. Éste no solo le hace el vacío: desaparece completamente de su vida.
Cuando Licitra narra su infancia, melancólica, el murmullo de la sala se apaga: recuerda las llamadas telefónicas carísimas, que se cortaban, que eran un desastre. El vínculo desde muy temprano fue por escrito, pues su familia la alentaba a escribirle cartas a su padre: contarle qué hacía, a qué jugaba, qué libro la había entusiasmado. Ese ejercicio doméstico, casi como un deber filial, se transformó con el tiempo en una pulsión literaria: “Empecé a volcarme a la escritura también como forma de colmar una demanda familiar”.
Con el retorno de la democracia, padre e hija vuelven a encontrarse ocasionalmente en España y Argentina, pero el vínculo empieza a diluirse “sin una razón nítida que pudiera identificarse”. Su tono se vuelve más íntimo cuando recuerda el quiebre final: “Mi padre empieza en vida a desaparecer. Deja de hablarme. (…) Y yo, al sentir que no podía hablar con él, hago lo que muchas veces hago cuando tengo preguntas: me siento a escribir”. Fue así como nació la crónica que se publica en la revista brasilera Piauí, editada enteramente en portugués, sin contenido online disponible y con acceso pago. Aún con todos estos recaudos, su papá encuentra la nota, su familia paterna la aísla y el comienzo del fin estalla.
El daño inaguantable que esta sanción le causa en la pandemia es lo que la insta a escribir Crac en un periodo de 4 años: un caso que, ciertamente, no aparece en la estadística. Daño que, según señalaba en la presentación, la había dejado incapaz de escribir sobre “cualquier cosa con la que estuviera emocionalmente comprometida, que son casi los únicos textos que le interesa escribir”. Pareciera quedar arrinconada a volcarse a lo audiovisual, con guiones de series y películas, pero agradece no haber perdido su forma de ganarse la vida, “porque si no solo habría sido otro tipo de tragedia”.
No obstante, insiste a lo largo de la charla en la idea de que “el cuerpo le pasó factura”: el guardarse los dolores, el no hablar ni escribir lo que atraviesa el corazón, se termina somatizando de alguna forma. Es justamente la razón por la que una onomatopeya nombra al libro: “No quiero entrar en una narrativa new age, pero si uno se piensa en términos de energía, que no pueda soltar algo, porque no estaba pudiendo hacerlo a través de la escritura, dije: ‘quiero tomar clases de danza’ y el día en el que me quiebro un pie, que es un poco el detonante del libro. Es el día en que me llama mi abuela y me dijo que mi padre va a llegar en 48 horas al país. El quebrar del pie también conecta con otro tipo de rupturas, rupturas más simbólicas, vinculares (…), porque la producción intelectual se hace por el cuerpo, es física también”.
Ante una pregunta del público acerca de qué críticas ideológicas le quedaron sobre la militancia de su padre, recupera una frase de Fabián Casas: “Todo lo que se pudre forma una familia”, pero rápido se arrepiente: “realmente no pienso eso”. Porque asume que su padre era muy joven y no se puede hacer leña del árbol caído, pero sí advierte que le quedó algún escepticismo: “pienso que si uno quiere hacer historia en mayúscula, quedar en el bronce, bueno, no tengas hijos. Pero también entiendo que uno le pide a la militancia unos pergaminos morales y después no se los pide a un montón de otra gente”.
Como una de las cronistas más destacadas del último tiempo, no podían faltar las preguntas del público acerca del estado de la crónica latinoamericana actual. Licitra confiesa que siempre sintió que había un desplazamiento de la crítica al pensar que el problema estaba en el uso del yo, de la primera persona, cuando “hay textos en tercera persona que son profundamente narcisistas”. Más bien, se trata de una forma narrativa que debe poder justificarse. Su diagnóstico es certero a la hora de señalar que cuestiones sí le parecen alarmantes, como la vaguedad investigativa: ”La crónica tuvo algún problema cuando se suplió la falta de investigación con buena muñeca para escribir, gente que más o menos hacía buenos dibujos escribiendo, y reemplazaba con esas facilidades el hecho de no haberse levantado demasiado de la silla”.
La gente la aplaude largo y tendido, con una carpa casi llena a pesar del ruido constante del escenario contiguo. Por una hora, Licitra embebe a un público que conecta con la temática y su vulnerabilidad en muchos casos sin siquiera haber ojeado el libro. Quienes sí lo leyeron y se animan a preguntar, lo caracterizan como “adictivo” y “conmovedor” para los que tienen silencios escondidos en la familia. En 150 páginas, exorciza los sentimientos enterrados y se devuelve a esa literatura que no es fácil de escribir, que no tiene un proceso agradable y que hace arder el pecho con cada palabra. Literatura necesaria, dice ella, para “poder ubicarse en otro lugar y poder ver mejor”. Quizás también sea una manera de buscar ecos donde ya no parece quedar diálogo posible.