En un penal de Córdoba existieron los Guerreros de Jesucristo. Predicaban el “evangelio tumbero” y los pastores eran internos. Una iglesia que nació entre muros, en una cárcel que después se vino abajo.  

En Córdoba Capital solo hay una cárcel y está excedida al cuádruple de su capacidad. Bouwer funciona hace casi treinta años pero hubo un tiempo en el que convivió con otro complejo carcelario: el penal de San Martín. Aquella cárcel de 1890 cerró en 2015 y muchos la recuerdan por el mítico motín del 2005. Ocho muertos, treinta heridos, internos por los techos y un 10 de febrero que marcó un antes y un después. Por ese motín construyeron una cárcel en Cruz del Eje y trasladaron a varios presos hacia Bouwer. Fue un jueves, había visitas y un grupo de evangelistas los ayudaron a salir. Eran internos. 

Los Guerreros de Jesucristo existieron hasta que cerró el penal. Llegaron a tener siete pabellones y más de seiscientos creyentes. La cárcel tuvo tres sectores: de internos más avanzados en el tratamiento, con gente en transición y conducta intermedia y uno de presos más complicados. Los evangelistas estaban en el medio y dialogaban con el resto de pabellones y con el personal penitenciario. 

No es raro encontrar a personas privadas de su libertad rezando. Las manos extendidas, un murmullo en voz baja, el rosario alrededor del cuello y la cabeza muy hacia arriba o muy hacia abajo componen la imagen usual. Lo hacen solos o en grupo. También es frecuente encontrarse con vendedores ambulantes que predican salmos y ofrecen sus productos entre bendiciones y alabanzas. Muchos se identifican como adictos en recuperación y pertenecientes a alguna fundación u organización cristiana. Varias de estas historias empezaron entre muros. 

Marcela Saavedra. La pastora

A mi esposo Eduardo lo detuvieron en 1989 en Villa María y estuvo preso por más de 20 años. Los domingos teníamos visita las mujeres pero con unas compañeras nos íbamos el día antes y viajábamos a dedo para poder estar ahí. Los sábados iban los varones y nosotras nos los cruzábamos en la fila. Había un grupo que llegaba con un libro, que era la Biblia, y ellos decían que era más que un libro, era la vida. Ahí conocí a los primeros pastores. Los presos recibían la palabra adentro y nosotras, sin querer queriendo, ahí afuera. 

Mi marido es apartado y ungido como diácono en aquella unidad penitenciaria. Yo también empecé a sentir que más allá de ser la mujer del delincuente, o del asesino, o del choro, aparecía como una persona y aparecían otras personas que me decían que Dios me amaba. Después trasladaron a mi esposo y perdió todo. Pero imaginate, ahí en San Martín era todo muy distinto y el pabellón 10 era netamente cristiano, era la iglesia madre de los Guerreros de Jesucristo. Ponían un parlante para que se escuche en todo el penal: “Dios te ama, hermano querido, sonreí. Cristo vive” ¡A las 8 de la mañana! Era una locura. Eduardo estaba emocionadísimo. Fue vicepresidente de los guerreros por un tiempo.  

Hubo una época en la que los Guerreros de Jesucristo hacían casamientos y bautismos masivos. Julio Astrada había fundado la relación y en más de una ocasión entraron 500 personas a bautizarse en piletas pelopincho. También ungieron a varios pastores en el “evangelio tumbero” y pedían para sus pabellones a los presos más violentos para convertirlos. Las reglas eran claras: “No alcohol, no droga, no violencia, no adulterio”. 

Marcela estuvo presente el día del motín, que estalló en el pabellón 5 por un problema de bandas. Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya todo el penal estaba afuera. Tres días después, con una cárcel incendiada y con emergencia carcelaria declarada, se presentaron apóstoles de Estados Unidos y de Aposento Alto para ordenar pastor a su marido.

A él lo ungen por su oreja derecha como la unción de Aarón, hermano de Moisés. Y después el apóstol Santiago se voltea y dice: “Y a ella también.” “¡Noo!”, renegué yo. Ya no me quería meter en otro problema. Ahí me hice pastora. Después tuve el toque del señor y cada vez lo fui profundizado. No me voy a olvidar nunca de que Julio Astrada tenía la modalidad de hacer cultos sorpresa. Los domingos entrábamos todas las mujeres, él ponía nuestros nombres en una bolsa y sacaba uno. Un día me dijo: “Marcela, te toca”. “Yo no voy a predicar nada”, le dije, pero a las 2 de la tarde cedí y agarré el micrófono. Fue impresionante, pasó una manifestación del Espíritu Santo. Las locas que estaban conmigo cayeron al suelo desmayadas. Había hablado el Señor a través de mi vida. De ahí en adelante supe que mi padre es Dios y que él lo sabe todo. 

Para algunos, Marcela es su mamá espiritual. Para otros, “la Marce” o una sierva. Aprendió del trabajo comunitario en la cárcel y hoy tiene una cooperativa de trabajo (“Construyendo futuro”). Articulan con adictos en recuperación, con liberados, con diversidades. “El cooperativismo es el mejor modelo de inclusión. Acá uno más uno es tres y un fracaso es medio fracaso porque estamos todos para contenerte”, comentó. Visita cárceles seguido pero reconoce que la predicación del evangelio es limitada. 

Hoy no te conviene estar en la calle, hoy te conviene estar preso. Por eso no te dejan ejecutar la pena. A vos el servicio te tiene que dar herramientas y espacios de inclusión, talleres de oficio, educación, para que aprendas algo y lo apliques en el extra muro. Hoy los cupos son mucho mucho más reducidos tanto para ir a la escuela como para ir a laborterapia. Hoy no se va nadie, ni siquiera los que entran por primera vez. Se van a cansar de hacer módulos, pero no van a poder incluir a la gente ni hacer que depongan su actitud si a la persona no la tratás como persona, si no le das herramientas integrales, si no dejas que se trabaje en el espíritu para que esa persona cambie. 

Hugo Guzmán. El general

En un mundo violento, en lo que menos se piensa es en la religión. Yo fui jefe de seguridad de San Martín por cuatro años. Me tocó un modelo de evangelización que había empezado en 1995 y lo seguí. En mi estrategia de trabajo, los pabellones evangélicos fueron un pulmón y con el tiempo entendí que la religión cambia el espíritu de la gente, más cuando hay carencia de todo tipo. Estuve en doce motines, la violencia estaba en mi naturaleza de vida. Pero no creía que fuera la respuesta. Empezamos a hablar con las familias de los internos, con los que no tenían lugar en ningún pabellón, con los pastores. Si vos no preparabas la familia, no iban a comprender a esa persona. Y menos el grupo de amistades,  que a lo mejor habían delinquido con él y de repente les iba a hablar de Dios; lo iban a matar.

A Hugo, los internos lo apodaron “El general”. Un tipo de línea dura, porque de línea blanda eran los técnicos y los administrativos, se volvió padrino de casamiento y organizador de bautismos. Reconoció a su institución como verticalista, jerárquica, donde el interno muchas veces no es más que un número y el personal penitenciario, un cuerpo desbordado. “Vos tenías 20 policías para 1700 internos, era un 1% el trabajo real que se podía hacer”, enfatizó. También recordó que, en esos tiempos, se crearon espacios dentro del cuerpo policial más allá de los uniformes: los penitenciarios evangelistas colaboraron para comprender la religión. Hugo, católico apostólico romano, aprendió de la cultura evangelista en la cárcel.

El trato con los Guerreros de Jesucristo empezó por permitir un pequeño pabellón para el culto de los evangélicos. Muchos pastores eran homicidas que tenían condenas de más de veinte años y se sumaron siendo jóvenes. Llegaron a tener una radio de emisión nocturna, torneos de fútbol, ajedrez y talleres de estudio bíblico los martes (los internos salían al patio a estudiar la Biblia). 

Después del motín, la institución se puso las botas más altas que nunca y muchos proyectos desaparecieron. Yo creo que el peor error de las autoridades que nos sucedieron fue justamente desarmar los pabellones evangélicos, llevarlos a otros sectores. No solo era un vínculo con la religión lo que se daba, también la educación fue importantísima. Los técnicos, que eran licenciados en psicología, asistencia social, educación, más el aporte religioso y el nuestro, de seguridad, empezaba a formar un panorama sobre los internos con menos criminalización y menos violencia. El interno no era un nombre en un papel. Y funcionaba. A mí me sorprendió que la primera vez que hicimos un evento masivo con gente de afuera, los presos pasaban la requisa policial y después los revisaban de nuevo sus compañeros diáconos. Yo veía a los evangélicos y a los católicos como un medio para poder manejar y humanizar una cárcel que era desproporcionadamente netusta.

Adolfo Ruiz. El periodista

Los pabellones de iglesia no se replicaron después en Bouwer por el mismo dibujo arquitectónico de la cárcel, que lo hizo imposible. En San Martín era como una cuestión de militancia, una evangelización territorial dentro de los pabellones. Los pasillos estaban pintados, intervenidos y había un altar. Yo me acuerdo de haber ido a entrevistar gente en los salones de visita y ver seis, siete personas de la mano, con los ojos cerrados, rezando. 

Adolfo escribió el libro “Rebelión” sobre el motín de 2005. No se centró en los Guerreros de Jesucristo, pero aparecían ante sus ojos en varias ocasiones. Entiende que en Bouwer se priorizó la seguridad y la arquitectura moderna.

Bouwer es una cárcel odiada por todos. En celdas individuales duermen cinco personas, y además del hacinamiento, es muy difícil acceder al agua potable, cloacas, ventilaciones. Está todo reventado, es una fábrica de resentidos y un perfeccionamiento de delincuentes. Además, está prácticamente tomada por bandas de estafas virtuales. Se crearon pabellones que ellos llaman empresas, donde los plumas (que son los jefes) tienen un montón de celulares y gente trabajando para ellos. 

Para Adolfo, las condiciones estructurales de la cárcel determinan la calidad de vida de los presos. En Bouwer, el hacinamiento impide cualquier tipo de proyecto religioso a largo plazo o modelos de iglesias como las que estaban en San Martín. Actualmente “la rotación es mucha, la violencia es muy grande, la corrupción es enorme; las posibilidades de armar algo son reducidas”, pronunció. 

Muchos creyentes comparten la opinión de que los pabellones de iglesias dan cierto confort y trato privilegiado en la cárcel. Pueden ser un puente para que los policías conozcan en qué situaciones andan los internos e intervenir con más facilidad. Pueden ser también espacios en los que se reciben más beneficios. Y al mismo tiempo, lugares para acercarse a Dios o alejarse de las drogas. Lo cierto es que en San Martín Jesús hizo la fila para entrar al centro penitenciario desde las biblias de pastores civiles. Durante una década el impacto se reflejó en la infraestructura y en la población carcelaria: se crearon pabellones para el culto y se sumaron internos, penitenciarios y familias enteras a la creencia.