Frente al Pabellón Argentina de la Ciudad Universitaria, una caravana de autos despliega una sucesión aleatoria de bocinazos. Se compone así una armonía disonante que tiene por objeto celebrar a un nuevo ingeniero y a una nueva doctora. Los jóvenes pasan colgados de baúles distintos y agitan carteles que exhiben sus flamantes titulaciones.
Pero lo esperable sería que la noche del viernes 29 de septiembre no diese lugar a más cacofonías, propias de una espontaneidad plebeya, de ahora en adelante. Esto, porque en la Sala de las Américas la Orquesta Sinfónica de Córdoba está por deleitar a su audiencia con una versión de Arturo Toscanini del Preludio al tercer acto de Lohengrin (1850) de Richard Wagner, la Sinfonía concertante en Mi bemol mayor, para oboe, clarinete, fagot, corno y orquesta (1778), de Wolfgang Amadeus Mozart, y la Sinfonía n.° 4 en Mi menor, Op. 98 (1885) de Johannes Brahms. Como se trata de un evento público y gratuito, cualquier curioso inculto -como uno- puede entrar a ver y escuchar.
Alrededor de 63 músicos se presentarán en esta velada. Algunos comienzan a acomodarse en sus respectivos lugares en el escenario. Los instrumentos de cuerda y viento empiezan a escucharse, pero se interrumpen entre sí. No interactúan. Los dueños están en su mundo, repasando y calentando los dedos. Mientras tanto, los espectadores más puntuales ya los esperan en sus butacas, mientras ríen y parlotean.
El auditorio tiene espacio para 1146 personas sentadas. Si bien la sala no está repleta, está ocupada en su mayor parte a pocos minutos del comienzo. El público está compuesto en su mayoría por cabelleras teñidas de rubio, canosas y calvas. Pero hay, además, una presencia juvenil que se hace notar entre los habitués. De repente, un tímido acorde de cuerdas revolotea en el aire y se detiene. Luego, dos más. La cuarta vez se suman al acorde los vientos, formando una imponente pared de sonido que zumba en todos los oídos como un sintetizador. Luego sabría que se trataba de una afinación. Los parloteos empiezan a callar.
Pero el precario silencio se rompe en aplausos cuando el director invitado de esta ocasión entra en escena. Se trata del maestro Emir Saul, conocido por fundar el Ensamble Musical La Plata, las Orquestas de Alumnos de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata, la Orquesta Juvenil de la Universidad Nacional de Tucumán y la Studio Orchestrale Scaligero, en Italia. Suele dirigir obras sinfónicas corales, óperas y ballets compuestas desde el Barroco hasta el siglo XX. Además, esta noche lo acompañan los solistas Fabián Contreras (fagot), Dante Ottaviano (clarinete), Claudio La Rocca (corno) y Sebastián Vallejos (oboe).
Wagner, el intenso
El Preludio al tercer acto de Lohengrin de Richard Wagner forma parte de una ópera romántica en tres actos, con música y libreto de este canónico director alemán. La potencia de este fragmento de 3 minutos y medio resulta en un estimulante auditivo, un llamado a afinar el oído. La triunfante fanfarria de los vientos sobre las semicorcheas de las cuerdas es lo más punk que sonará hoy.
Mozart, el compañero
La sinfonía concertante es un género que nace en la segunda mitad del siglo XVIII. Se trata de un híbrido entre la sinfonía y el concierto. La sinfonía, en general, se escribe para orquesta y se divide en cuatro movimientos. En cambio, un concierto se escribe para uno o varios solistas y orquesta y se divide en tres movimientos.
El pianista e investigador estadounidense Robert Levin cree posible que la sinfonía concertante que escucharemos no haya sido compuesta por Mozart. Se sabe que este genio clásico escribió, en 1778, una sinfonía concertante dedicada a un cuarteto de vientos de París. En ese entonces tenía 22 años. Sin embargo, la partitura original autografiada por el autor no se conserva. Aun así, en el siglo XIX aparece una copia de la Sinfonía concertante en mi bemol mayor para oboe, clarinete, corno, fagot y orquesta que se atribuye a Mozart.
En poco más de 30 minutos, la orquesta aborda motivos alegres aunque atravesados con frecuencia por una sospechosa aura de melancolía. Al final del primer movimiento, gran parte del público se manifiesta en un aplauso, que fue chistado y objetado por los tradicionalistas presentes, para los cuales solo debe aplaudirse al final de cada obra entera. Se trata de un código más o menos tácito entre quienes frecuentan las orquestas sinfónicas. Inclusive algunos teatros ofrecen guías para el público sobre cuándo se debe aplaudir.
El director Saul, no obstante, parece tomarse bien el fervor popular, que volvió a aparecer al final de otros movimientos, haciendo caso omiso de las represalias. Se sabe que los aplausos “a destiempo” eran apreciados ni más ni menos que por Wagner y por Mozart. Tal vez la casa está siendo tomada por quienes ignoran o rechazan este protocolo decimonónico.
En un momento, hacia los 8 minutos, la armonía se vuelve más extraña. Es en este pasaje donde creo escuchar que, por una única vez, emerge la frase melódica de “los muchachos peronistas”, que pareciera que Hugo del Carril hubiera tomado para su icónica marcha.
Brahms, el loco
La Sinfonía n.° 4 en Mi menor dura 40 minutos. Esta sinfonía posee un tono dramático y es bipolar en su intensidad, intercalando momentos de calma y fuerza. Se caracteriza, además, por ser sumamente compleja en su variación melódica.
En su momento, una amiga de Brahms, la pianista y compositora Elisabeth von Stockhausen, le escribió en una carta: “¡Uno se regocija con toda la emoción de un explorador o científico al descubrir los secretos de su creación! Pero llega un punto en el que una cierta duda se arrastra… que sus bellezas no son accesibles para cualquier amante de la música normal”.
El cuarto movimiento, en particular, es objeto principal de opiniones contrapuestas acerca del carácter inaccesible de la obra. Por ejemplo, para el compositor austriaco Hugo Wolf, Brahms estaba componiendo sin ideas, mientras que para el teórico musical Arnold Schönberg, la obra marcaba un hito en el desarrollo de la variación.
Durante los momentos más intensos, las indicaciones del maestro Saul se convierten en una suerte de danza histriónica, y la tarima sobre la que está parado se transforma en una máquina arcade de baile.
El aplauso final de la noche, el que vale, duró como una canción entera (de las del siglo XXI), e hizo ponerse de pie a varios de los espectadores. Y la ovación continuó mientras Saul, con un gesto, hacía parar a sus músicos en orden para que reciban la gratificación.